martes, 11 de noviembre de 2014

















Furioso aluvión barranquillero,
ventisca de luz parda sometida al ímpetu de la catarata,
tormenta horizontal que azota el viento tibio de la tarde
quebrando en las calzadas sus basurales de líquido furor.

El aire se ha tornado en cortinajes de agua:
desciende de las nubes la eternidad entera
con toda la desenfrenada rabia de su añoranza por la tierra
y toda la certeza de su feliz benignidad.

El agua no tiene escrúpulos frente al calor del día,
empeña inclemente el miedo de su fuerza perpendicular
empina sus demonios sobre las arboledas, las calzadas, las sombras,
[los hombres.

Por ahí una pareja refugia su abrazo
bajo los toldos de un café anegado,
allá un niño enjuaga sus tobillos
en el licor marrón que fluye barrio abajo,
un vendedor de limones aventura
unos pasos hacia el remolino,
una bicicleta se atreve a salpicar
sus íntimos zapatos en el tormento del arroyo.

Transcurren tumultuosos los minutos de fiereza vertical.

Poco a poco, el agua detiene su embate empecinado,
las nubes retiran su sombría vigilancia
y los torreones líquidos alivian su redoble de iracundia.

La gente retoma su palpitar por las aceras.

Hay quienes aprovechan para entregar sus despojos
al nuevo río que transita por la calle;
ahí van maderas, bolsas, restos de comida,
viejos sufrimientos y recuerdos huérfanos,
difuntos ruegos que descienden en cabriolas
por las negras espumas que ahora pueblan las veredas.

Barranquilla en lluvia es un abismo de agua,
una riña de guijarros y ramales en las olas,
un golpe de piélagos escondidos en un cielo que no da tregua,
una oportunidad para empaparse del júbilo del tiempo,
una fiebre de embebida certidumbre terrenal,
un cántico violento de diluvios ancestrales
(que el aire escupe sobre sus diminutos hijos),
una danza súbita que nos permite
hacerle muecas al calor.

Barranquilla, 28 de agosto de 2014