sábado, 3 de noviembre de 2012


Un paraguas cuelga de la noche,
entre las luces de una vieja rama.

Por aquí ha pasado un vendaval de flores, pienso.

           (No espero nada del abismo,
           solo el amor vivido.)

Estas piedras en la ciudad me dicen algo.
Ha sido tanto, tanto tiempo
sin caminar prendido de unos muslos repletos de alegría,
sin soportar el fuego amoroso en lluvia desde las alturas de la sangre.

¿Qué habremos de perder
arrojándonos de nuevo al tragaluz
de esta cresta escarpada hacia el amanecer del día?

           (Lo poco desaparece
           y se contiene en el pasado.)

He de morderme la lengua
cada vez que un látigo la encienda.

He de sacudir el polvo acumulado entre mis dedos
si quiero alcanzar esta nueva lumbre que se imagina eterna.

¿Sufro o no una invasión de cataclismos,
ahogándome en las fábulas que mi corazón dibuja enfurecido,
controlando el entusiasmo para no insistir hacia el vacío?

Tiempo feroz,
extendido en los aposentos de la luz,
sobre la herida íntima de estos nuevos ojos ante los que soy nacido.

           (No te recuerdo ni te olvido,
           solo te vivo.)

Ah, mundo despertante,
abismo silencioso y fatal
al que todos acudimos conmovidos.

Ahí, de nuevo,
como un imán del tiempo agolpándose en las sombras,
fugaz fulgor de las entrañas que sacudiéndose palpitan:
ese paraguas sin lluvia,
suspendido entre las ramas de la noche,
diciéndome el furor que ha de nacer de entre el sopor de mis espinas.


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