miércoles, 12 de junio de 2013

Muerte, nuestra muerte


A Fabián, Hipatia, Pedro
y tantos otros

                                  I

El hombre escupe su diente
carcomido por entrañas negras,
suspira con parsimonia
en contra de su sangre salpicada en las baldosas.

El hombre esconde su piel,
me mira con vergüenza,
suspira desvalido mientras la tos y la angustia
se apoderan de sus latidos
y de lo que resta de sus sueños.

No queda nadie aquí,
ni siquiera el amor de la memoria,
ni el viento de la infancia soplado desde lejos
por su antiguo vozarrón de nigromante.

¿Habremos, pues, de recordarte
en este inmundo ocaso de arrepentimiento,
en este prolongado hueco de estertores,
de inútiles golpes ante el silencio del tiempo?

Cómo el vendaval te ha traído
hasta esta sala inmaculada,
viejo,
cómo has hecho de ti
esta triste senectud de orines y de lágrimas.

A dónde has venido a dar,
abuelo,
tras tanto golpe sucio en el atardecer de la carne.


                                  II

La mujer estira su dolor de huesos,
mira con órbitas huecas
el silencio de la multitud
que solemne espera su partida.

La mujer respira
con miedo del aire y de la noche que aparece,
aferra su mandíbula al cerril gesto
de quien niega con soberbia la derrota.

No te vayas, amor,
ni tampoco tú, hermana,
quédense aquí, hijos míos,
junto a la poca piel que aún cubre mi esqueleto,
acerquen a mí sus dulces niños,
nietos del tiempo y de la ternura.

Estoy muriendo, ¿no es verdad?,
estoy dejando ya en silencio
el corazón de lo que fui y de lo que tuve,
estoy dormida ya en el vértigo
de lo que nunca más podremos ser.

Y así te vas, mujer de amores,
perdida la esperanza de tus días no vividos,
sin consuelo,
sin respuesta,
con el gesto de la muerte abriéndote los labios en desesperado
[anhelo,
un látigo curvando tu espinazo hacia el confín de las alturas,
y un último suspiro que abandona tus ojos
desde ahora sumergidos en la nada.


                                  III

Hombre, mujer,
ancianos jóvenes de nuestras almas huecas,
grutas de memoria en donde depositamos
el tiempo de lo que hemos de ser para el recuerdo.

Hasta aquí los ha traído la brisa de las horas,
y hasta aquí han de volar sus fuegos de piedra y de deseo.

Hasta aquí los ha traído el tiempo,
y ya nada más,
nada más,
ha de permitirles la caricia del gozo y de la muerte,
porque no es cierto que perdurarán en mí,
ni en quienes me sigan,
porque no es cierto nada,
nada,
ni siqueira aquello de la risa blanda del amor
o su lágrima de viento y de consuelo.

Adiós,
padres e hijos de nuestra pueril fortuna,
dichosos sus cánticos ausentes hasta de las sombras de la noche;
han de advertirnos ya desde sus templos de vacío,
que no hay nadie que nos espere
tras el estallido del silencio.



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