martes, 7 de diciembre de 2010


Penumbra en la pradera
por donde corre un vendaval de piedra.

El peso de la sombra es una alarma de mar sobre los árboles.

Los días pasan
y cada gota es una víscera abierta sobre el fango.

Estoy furioso
rasgando el piso como la pezuña y sus relámpagos de cal,
de sangre,
de fuego bajo la testuz del monstruo
(que soy yo).

Pasa una semana y luego otra,
pero no claudico,
no.
No me reviento en el sinfín de la caída,
no reniego del polvo pegajoso que gotea en mis narices
ni desdigo del ardor de espinas que me ha nacido en la mirada.

Quizá clavar mis cuernos y mi voz bajo las rocas.
Quizá dormir.

La niebla desdibuja el cataclismo:
golpes de garrote sobre el perfecto vaivén de mi entera superficie.

Cuánto derrumbe en esta tarde abierta
parida a gritos en las comisuras de mis huesos
entre mis ingles y mi piel de lagartija.

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