domingo, 1 de mayo de 2011


No llueve sino por horas rotas,
azules,
prendidas en mis lagañas de animal que no se esconde.

Unos nuevos labios son mi ventana a la calle
—parte de la ilusión que se me vuelve pavor en el recuerdo—,
cuatro pequeños puntos sobre la piel de mis pupilas,
ahí, en la mitad,
cortando la sonrisa como por dentro de mí.

Hay que claudicar para no perder el apetito,
aquí, allá, por fuera y por debajo,
a saltos de ciervo herido entre las polvaredas que me arroja el techo.

¿A dónde te fuiste, pues, mujer de lluvias azuladas?

Debí hacerte caso y coser en tu piel un poco de estos recuerdos de
[futuro,
para obligarte a regresar.

Te espero, y mientras tanto sigue la lluvia rota a borbotones.

Este es el polvo en el que imagino la ciudad,
inflándome la boca con la que masculla el pecho,
en sueños con el ángel de mechones amarillos
y un poco de hiel sembrada en las bifurcaciones de los ojos.



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