martes, 26 de marzo de 2013


Es lento el caminar de la angustia sobre las olas,
en esta ciudad sin mar y sin llanuras,
cubierta apenas por el continuo palpitar de mis raíces tibias.

¿No soy yo el cadáver de los sumideros
—hundidos mis pasos de amor bajo las horas—,
esta soledad de arena hundiéndome contra las rocas?

Parpadeo.
Tiemblo.

Observo el hielo constreñido contra el vaso
soltando ese sudor antiguo que se lo lleva todo.

¿Por qué tanto rencor en contra de quienes claman?
¿Por qué tanto desorden en los agujeros del cielo?

Me cuesta tanto abandonar el odio que me inyectó tu silencio,
y no dejo de pensar
que no merecemos este escozor bajo la sangre,
que acaso es todo una invención sardónica de nuestro ruin anhelo.

Que todo vale nada.

Heme aquí, minúsculo poder ante el vacío,
eterno vagabundo en un asombro incomprensible,
sin ti,
donde yo mismo me he dejado solo,
abandonado al tiempo.

Acaso deberíamos sucumbir. Nada más.
Acaso solo claudicar.

Nada más.

Nada puede hacerse frente al alud que nos lastima.
Nada puede decirse por fuera de estos muros negros.



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