viernes, 4 de julio de 2008


Esta ciudad me crece y me castiga.
Me dice:
“mis calles pululan con flores de pradera”,
y luego me corta las manos,
extirpa mi nariz.

Hervidero de colmenas,
tienta mis andares
con exclamaciones y lamparazos gritones,
pero en seguida advierte:
“en aquel zaguán tu muerte”.

Ahí una columna de marfil brillante,
allá una plazoleta de amapolas,
aquí y en todas partes una falda rabiosa
que campana
que tesoro
que amanece,
y luego repite:
“bajo aquel árbol tu fin”.

Voy por tanto en pasos de cautela,
premonitorio como lechuza en el ocaso,
augural como delirio en fiebre.

Del portal de la esquina estira una sombra su manaza abrupta.
La esquivo y me refugio entre vitrinas,
como si en ello renaciera la mañana.

Tiembla el sol en los espejos.
Cruza un algodón de humo.
Timbra y timbra el peso de los autos.

Un viejo pordiosero me contempla;
increpan sus ojos un llamado a duelo:
“¡dame una moneda, amigo!”
Tengo, pero no.

Entonces un autobús me asalta por la espalda,
y yo huyo (chiquitito chiquitito)
hacia mis suburbios de cristal.

Esta ciudad no me quiere para vagabundo.

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